Everyone I know goes away in the end...
T. Reznor.
Es por estas
fechas, inevitablemente, que año con año mi reloj biológico se activa para que,
así súbitamente, la más profunda de las nostalgias me posea. Después lo
recuerdo, lo sé, sé por qué. Lo recuerdo y lo recuerdo tan mal. Rezar nunca sirvió de nada. Si le das el tiempo suficiente todo lo que amas te rechaza o muere. A los
ocho años ya lo sabes. A los ocho años sabes que nada es para siempre. Cuento
el tiempo, año con año. Hace quince años que todo lo que conocía se desmoronó.
Y quedan trazos dulces, pero tan lejanos. El sabor de los higos en su punto más
maduro en temporada, o forzados con maestría a complacerme, hervidos con azúcar
en cualquier época del año. Agua fría que reposaba en un contenedor de barro en
forma de perrito panzón, ¿quieres agua de perrito, hijo? La mano huesuda que me
reprochaba haberme robado unos cigarros Faros para ahogarme en la azotea. Pavo
con mole en Navidad. Risas chimuelas. Los juegos: era una hormiguita, que
buscaba su leñita, le agarraba la lluviecita y ¡corría a su casita! Y las
sábanas. Sábanas blancas. Canciones. Llantos. Rezos. A los ocho años descubres
que las plegarias no curan el cáncer. Y entonces lo intuyes. No hay nada más en
qué creer. Los días han sido tan pesados ¡Y las noches!
Todos
se desmoronan. Ya nunca habrá nada por qué sonreír. Al menos no con la
inocencia de antes. Rezar no sirve de nada, no importa cuánto lo hagas. Y es esa noche de nuevo, estás
tan cansado. Pero eres un centinela valiente, tienes que mantenerte alerta.
Porque lo sabes, porque intuyes que el final se acerca y quieres estar ahí.
Pero tienes ocho años, cierras los ojos un momento y despiertas antes del
amanecer. Y está tan oscuro y no hay luna en el cielo. No hay luna porque ha
muerto. Porque ya ha muerto. Porque está y no está, envuelta en esas sábanas
blancas. Esas horrendas y estúpidas sábanas blancas. Esas tristes tan eternamente
tristes sábanas blancas. Pero lo que queda ahí es tan bello en su propia
manera. Y sonríe. Sonríe con una paz que no sé si sea alguna vez accesible a un
mortal. Sonríe porque está feliz. Está feliz porque todo ha terminado. Nunca he
visto una sonrisa igual. Y no sé si yo alguna vez pueda tener una así. La casa
está llena de crucifijos, todos al rededor lloran.
Y
afuera la oscuridad es doble. Un cielo negro y una caja gris de herrajes
plateados que contenía un abismo sin fondo. Las funerarias nunca descansan. Si le das el tiempo suficiente todo
lo que amas morirá o desaparecerá de alguna forma. Hay tantos abismos allá
afuera. Tantos que incluso nosotros caemos en nuestro propio foso sin salida. Y
parece que nunca va a amanecer. El destino final de lo que te pertenece es ser
arrebatado por alguien o algo. Tal vez nunca salió el sol. Y es que estoy tan
hecho de barro. Y es que me quiebro tan fácil y es que me derrito tan pronto. Y
es que es tan noche y no quiero que amanezca. Pero pasan los días. Pasan los
días. Pasan. Y al final descubro que soy un animal de hábitos, un animal de
recuerdos, de aniversarios. Una memoria anclada al pasado. Es tan duro olvidar, tan difícil
soltar.
Y
al final todo ocurre, fluye. Estamos perdiendo y es tan obvio. Hay tantas cosas
que no vuelven. Y es tan duro estar enfermo de nostalgia. Y padecer,
estúpidamente, por todo eso que nos ha dejado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario