La tomé prestada una de esas noches en que nos escapábamos del ojo
paterno. Habíamos bebido cebada espumosa y pretendíamos que era champán
porque jugábamos a la locura y a la irresponsabilidad. Éramos torpes
como manatís ebrios encallados en las rocas, pero lo hicimos con furia y
ternura felina. Al amanecer babeamos sobre las sábanas rojas al
interior de las penumbras y con la cabeza dándonos vueltas en el
carrusel de los flashbacks y de la migraña. El cabello alborotado y los
gestos descompuestos, y ahí estaba, con todo, más resplandeciente que
nunca, desnuda hasta del orgullo que no necesitaba portar conmigo. Mía.
Antes
del comienzo de la historia representábamos un argumento extraño y de
trama imaginaria. Íbamos al cine flotando juntos a toda velocidad sin
colisionar. Metidos en papeles ásperos, representábamos personajes que
no sabían actuar en nuestro escenario. Improvisábamos formas de cubrir
nuestros errores histriónicos con gags que nos sacaban del apuro y
mantenían en vilo la ilusión representativa. Nos gustaba simular que no
simulábamos. Y estábamos ahí frente a la pantalla metiéndonos palomitas a
la boca para mantenerla entretenida y alejadas de la tentación. No
había forma más sencilla de hacerlo sin que la obra fracasara.
Hay
cosas que no entiendo. ¿Por qué el sabor de la piel salada es tan dulce
como el rosa de los labios que dicen mi nombre? ¿Por qué los ojos cafés
son más abismales que el negro más profundo? ¿Por qué el calor de su
pecho me quema el estómago con placer hipocondriaco y luego provoca
escalofríos? Veo la música en sus pestañas que son ondulaciones sonoras
de caderas delicadas. Quiero decir de cadencias aromáticas que son
detonaciones y estrépitos de luces delineadas. En palabras más exactas
ímpetus lascivos que son el eco de los diminutos chasquidos que chispean
cuando se moja los labios en el ritual perpetuo del oleaje que me lleva
al trance y al deceso. ¿Por qué me mata y siento que vivo como nunca he
vivido? Hay cosas que no entiendo.