1
Quién ha comido en un templo budista sabe que desperdiciar cualquier partícula de comida es un crimen de proporciones considerables. Quien ha comido un pastel de chocolate, fruta con yogur, o helado en un tazón, sabe que el asiento pringoso que se queda adherido a la parte baja del contenedor es prácticamente imposible de consumir con las técnicas aceptadas para el uso de los cubiertos. Una de las cosas que más me entristecen es ver el fondo de mi plato ungido con una capa del residuo espeso del platillo en turno. Y es que es terrible saber que toda la mermelada de que escurrió de los hot cakes, que todo el aderezo gourmet de mostaza y miel que se escabulló entre la lechuga, que todo el humus que goteó del falafel y formó delgados sedimentos sobre el suelo del recipiente, quedará por siempre borrado con el detergente de uso común.
2
Esta mañana tomé consciencia de que no recuerdo cómo es que conocí a Einstürzende Neubauten, una de mis bandas favoritas. Y es raro, un acontecimiento como ese debería haberse archivado en mi memoria, lo que sí recuerdo es que el primer álbum que conseguí fue el Kollaps y que me fascinó desde el primer track. Por aquel entonces no había escuchado algo semejante, tan ruidoso y armónico al mismo tiempo. Musical y destructivo. Y es que la música de los primeros años de Einstürzende Neubauten es tan real y artificial al mismo tiempo que me enseñó por aquel entonces algo que agradezco todavía hoy, en este momento. Fue el tomar consciencia de que los 12 semitonos de la escala temperada occidental con los que están creadas prácticamente la totalidad de las composiciones musicales no era la única alternativa a la armonía melódica del mundo. Después de un curso intensivo con esos terroristas sonoros pude ser capaz de disfrutar como música con armonía y ritmo, con una lógica interna que de pronto se me revelaba hermosa, la totalidad de los sonidos incidentales a mi alrededor. Incluso los considerados molestos. Motores, excavadoras, los sonidos de un perro que ladra estúpidamente en algún lugar, una motocicleta que pasa, cláxones en las avenidas. El sonido del estrés diario que ha sido tan mal entendido todos estos años.
1.1
Me gusta lamer lo que se ha quedado en el fondo del plato. Ya no me importa hacerlo en público, y si me preguntan por qué lo hago no contesto, no me interesa que me observen, tampoco me interesa explicarlo. Me interesa disfrutar hasta la última partícula de mi platillo. Es casi una cuestión moral. Lamer el plato debería ser una actividad permitida por las reglas de etiqueta más estrictas, e incluso fomentada, debería haber una campaña al respecto. Todos deberían lamer sus platos hasta dejarlos totalmente limpios.
Hay algo sexy en el silencio, reza una canción de Einstürzende Neubauten, en un álbum que marcó el periodo más suave y delicado de su historia. Para ese punto nadie esperaba que esos alemanes salieran con un trabajo semejante. Es una delicia, hay que decirlo. No sólo el álbum, también la manera en que dejaron de lado la etiqueta primigenia de violencia, motores y tubería industrial… para tomar un camino más convencional que sin embargo para ellos seguía siendo una especie de [auto]destrucción.
3
Me imagino a Blixa Bargeld [el frontman de Einstürzende…], al terminar un tazón de helado alemán, hundiendo las fauces en el recipiente y lamiendo los residuos con elegancia e impasibilidad.
Pero el punto en todo esto no es Einstürzende… ni mi pugna porque sea socialmente permitido lamer el plato después de comer. Todo esto tiene que ver con cómo es que pequeñas cosas pueden abrir caminos. Los caminos personales quiero decir. Y tiene que ver también con la disolución de pequeños moldes, de pequeñas cosas. Con la manera en que mediante detalles que aislados parecerían ridículos se puede ir matizando un pequeño cosmos personal.
4
Hay momentos en que no queda otra opción que subvertir las pautas. Destruirlo todo. No con odio, sino con ese afán liberador del que habla Walter Benjamin en El carácter destructivo. No sé si a Benjamin le gustaba el helado, pero sí sé que Blixa Bargeld leyó alguna vez ese ensayo. Me enteré justamente hoy mientras realizaba mi surfeo matinal en la red. Yo ya había leído ese trabajo y nunca se me había ocurrido que hubiera una conexión entre el filósofo y la banda. Pero de pronto todo cobró sentido. El titulo de ese álbum llamado Strategies Against Architecture, por ejemplo, o incluso el mismo nombre Einstürzende Neubauten que significa algo así como “colapsar los nuevos edificios”.
Normalmente me gustan las estructuras poco convencionales en todos los sentidos, sobre todo quizá por la manera en que me relaciono con las personas. Me cuesta mucho sudor explicativo y un largo tiempo eligiendo las palabras totalmente adecuadas para darme a entender correctamente. Es como parte de mi personalidad. También supongo que por eso tengo esa tendencia que muchos odian a suprimir de cuando en cuando ciertas pequeñas cosas, esa tendencia a ir haciendo espacio cuando después de un tiempo las estructuras en las que me muevo ya no me satisfacen.
Pero por otro lado no me gusta dejar nada a medias, por eso también me aferro incluso a las últimas posibilidades, al último resquicio de lo posible cuando algo me interesa de verdad. En este sentido, y como un ejemplo estúpido pero ilustrativo para este caso, aquello de lamer el plato, que a la vez es una pequeña micro rebelión ante los moldes de etiqueta y manuales de buenas costumbres, y mi expresión de nostalgia al ver que algo que me agrada se desperdicia, se queda a medias, resume una pugna interna a la que me enfrento muy seguido.
Cuando la balanza entre la destrucción y la conservación está equilibrada las cosas van más o menos bien. Pero de cuando en cuando uno de los lados se inclina más de lo debido.
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Entonces esta mañana Walter Benjamin estaba sentado en el sillón de mi recámara. Fumaba y se le veía consternado. Sabía que no era pertinente preguntarle algo tan estúpido como ¿cómo carajos llegaste aquí? o ¿quién te dejó entrar? Así que me senté en el borde de mi cama y le pedí un cigarro, como no tenía otro me dio el que se estaba fumando. Estaba pálido, a pesar de ser una mañana calurosa. Le dije que si había comido algo, que si quería café. Me dijo que no quería comer o beber nada, que le apetecía jugar una partida de ajedrez, yo le dije que era muy temprano para aquello y me fui al comedor a desayunar.
Cuando volví me lo encontré en la misma posición. Llevaba dos tazones con helado, le ofrecí uno y lo aceptó, quizá porque le daba pena rechazarlo. Puse música “Stella maris” comenzó a sonar. Se me ocurrió preguntarle cómo traduciría Einstürzende Neubauten y me salió con un rollo teórico que no iba a ninguna parte, yo, en silencio, lo observaba hablar mientras me comía mi helado. Cuando terminamos [yo comencé a lamer el plato, le dije que lo hiciera también, que era la costumbre ahora] quise preguntarle, nada más por no dejar, que si era cierto aquello de que se había suicidado o si en realidad lo habían asesinado los franquistas como también se especulaba, pero al final me pareció estúpido. Aunque quizá el intuyó mi duda porque comenzó a hablar al respecto con un acento muy extraño pero que dejó entreoír algunas frases como “en una situación sin salida, no tenía otra elección que la de terminar” y “no es que la vida sea valiosa, sino que el suicidio no merece la pena”. Por lo que quedé igual de confundido.
Al finalizar su ajetreada explicación jugamos ajedrez, sobra decir que él ganó, aunque le di algo de batalla. Después de su última movida [no hizo falta que dijera jaque mate, pues era obvio] me dijo que ya era hora, que teníamos que irnos. Yo le dije que no era hora, que quería quedarme pero que podía llevarse algo mío, lo que quisiera. Entonces repuso que el que podía llevarse algo era yo. No quise discutir, tomé un pequeño elefante de felpa y le dije que estaba listo. Así que sacó de su pantalón una granada de mano, jaló el seguro y comenzó a contar en alemán, despacio y firme, hasta veinte.
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