Aprender que tu boca es la puerta del miedo
Descubrir que tu voz son los peces del viento
Jordi soler.
Hoy ha muerto Rita Guerrero.
Sin duda es el final. Con ella muere no sólo una de las voces más hermosas del rock mexicano (si es que el concepto que definen esas dos palabras juntas existe), muere también el ícono de una generación de transición y decadencia, y se apaga la última exhalación de un simulacro al que muchos nos aficionamos en nuestra temprana juventud… y al que se siguen aferrando muchos, todavía.
Ya había muerto todo con Kurt Cobain. Ese día el cielo se cayó en pedazos y yo apenas tenía cinco años. Ni enterado estaba.
Sin embargo en mi recorrido de melómano insaciable he aprendido algunas cosas. La primera que el rock ya dio lo que tenía que dar. Está muerto, muerto y zombificado. Es un zombi al que metieron en una estética, lo perfumaron, le hicieron rayitos y base y le compraron un guardaropa muy amplio, pero sigue apestando.
La segunda que el rock nacional siempre fue una farsa.
Todo comenzó en Avándaro. Más de un vejestorio desfasado sigue rumiando las antiguas andanzas de una generación patética. La década que va del 65 al 75 en México fue un periodo en la historia nacional que merece, que debería ser condenado a borrarse de un plumazo de nuestra memoria. Seguramente varios puristas en este momento se atragantarán y soltarán en el primer respiro alaridos con palabras como ¡sesenta y ocho!, ¡halconazo!, ¡Avándaro!, ¡Diaz Ordaz! (…paciencia), y demás símbolos de una identidad idílica por histórica, y por la amañada y embustera percepción general de que se trata de una “época de culto” o de “resistencia” o algo así.
Avándaro representó en el incipiente rock mexicano la prefiguración lo que iba a ser el futuro del género: una mimeografía maltrecha y folclorizada, que a menudo atentaba risiblemente, entre otras incoherencias, contra el país que engendró el género a imitar. Y es que a los jóvenes mexicanos de entonces les urgía ser acosados, querían un Vietnam contra qué protestar y un Woodstock de maíz y frijoles para un atragante de bandas sin esencia y sin otra virtud que el entusiasmo ingenuo y lo sincero de la pose y la pretensión de ser la versión “mexicana” de lo que tres años antes fue la congregación más asquerosa de almas perdidas por el virus del jipismo (del que aún hay secuelas).
Sí, no digo que el periodo no haya sido importante, no digo que no haya sido histórico, no digo que debamos olvidar las infamias políticas de entonces. Digo que a estas alturas de nuestra cronología, de nuestro punto en la línea (o en el bucle, o en el trazo gráfico que más plazca al lector) de la historia mexicana haría falta una reevaluación de las secuelas que ese periodo ha dejado en nuestra memoria colectiva, quizá eso nos haría librarnos de algunos cuantos prejuicios, de algunos traumas sociales y permitiría un enfoque más crítico de nuestra cotidianidad y de los clichés momificados en los que somos jóvenes ahora.
Desvanecido Avándaro la maldición que comenzaba a hacerse tradición se prolongó. Los clichés, las malas copias, las poses e ínfulas de una artisticidad que no era más que una sombra. Y tenemos a Three Souls in my Mind queriendo ser la versión mexicana de los Rolling Stones; o incluso Dangerous Rhythm, la primera banda de punk mexicano, que aunque espléndidos no se escapan de ser una mera calca de los Sex Pistols, esto por mencionar los más representativos y paradigmáticos. Y ni qué decir del lastimero Rockdrigo y su prole de nopaleros aguardentosos que dejaron en claro que en México es necesario ocupar el cliché del oprimido jodido y folclórico, con collar de tunas, para rocanrolear aceptablemente.
Para no sonar tan pesimista con lo nacional (o para serlo más, según el punto de vista) he de decir que los “rockeros” de entonces, no estaban tan jodidos si pensamos que imitaban, muchas veces, grupos prefabricados, armados con a consciencia plena al más puro estilo de las bandas juveniles poperas de ahora. ¿Qué habría sido de los Beatles sin su mánager que les compraba la ropita y les decía que decir y cuándo, cómo saludar, hasta en qué momento dejar de esconder a sus hijos? Pero de eso nadie dice nada porque la Banda de Liverpool tiene el título de ser la más grande en la historia del rock (iuk! Bendito seas Mark Chapman por librarnos de ese marihuano con voz de niño maricón). Y ni qué decir de algunos más “rebeldes”. Los Sex Pistols habrían sido nadie sin Malcom Mclaren y su tiendita de ropa ruda, promocionando y vistiendo a sus radicalísimos y violentos pseudoparias ingleses.
Volviendo al tema, el punto clave de la época contemporánea que terminó hoy. El punto culminante, él último error, el que costó todos los 90´s; la última década verdaderamente activa, medianamente prolífica y quizá más interesante de la historia del rock mexicano lo marcó una sola canción. Una única muestra de que la tradición-maldición comenzada en los 60’s por caricaturas como Los rebeldes del rock o los Teen Tops -y demás risibles versiones de los primeros clásicos-, que continúo con el avandarazo, y que se consolidó las décadas posteriores, nunca iba a ser excretada de la idiosincrasia musical de nuestra raza. Hablo de la más grotesca evidencia de que en México nunca hubo una tendencia generalizada a buscar un estilo propio que no se convirtiera en una ridícula hibridación folclórica: “La célula que explota”, que de paso desvirtúo lo he habría podido haber sido un excelente disco.
“La célula que explota” no hizo más que ratificar con caballo, zarape y mariachi lo que ya había hecho Rockdrigo, hacer notar que para hacer rock en México es necesario cualquier elemento folclórico para darle un sabor nacional al asunto.
Todos los cafetacubas con todos sus ritacantalaguas y demás banduchas de la calaña que siguieron esta fórmula muy probablemente consiguieron un éxito mediano. Porque al rock mexicano nunca se le exigió calidad. Tantos años de actividad de una banda tan decadente y deplorable como el Tri es una muestra clara de lo que digo.
Pero hay excepciones, claro que sí. Y cada periodo tiene dos o tres que son dignas de mencionarse. Pero sin duda la más excepcional del último periodo -que inició en los 90´s y se prolongó difuminándose, y corrompiéndose como un cruel cáncer de mama hasta el día de hoy- es Santa Sabina. Santa Sabina es mi banda mexicana favorita de los 90´s porque crearon un sonido único, no solo en la escena nacional, sino en la historia universal del rock. Esa mezcla entre jazz y gótico, con una textura orgánica y labrada; la voz cristalina y nasal de Rita, letras inteligentes, poéticas en ocasiones y sin rival entre sus contemporáneos.
En el 2005 con motivo de un homenaje a ese tal Rockdrigo Santa Sabina se presentó en el zócalo de la ciudad. Tengo un primo que por entonces trabajaba en Locatel, por alguna razón fungía como elemento de seguridad, ya se sabe, esos mal encarados entre las vallas que protegen al artista de los gremlins y a los gremlins del artista. Ese primo me introdujo a mí y a otros parientes míos a la zona de prensa y pude disfrutar del mejor lugar para ver esa actuación. En otra ocasión en que acudí a algún concierto del Ensamble Galileo, el proyecto de música renacentista de Rita, otro primo y yo pudimos, con una cámara réflex, fotografiarnos abrazándola, aunque algo en la exposición habrá salido mal, pues nunca pudo revelarse esa foto… :(.
Santa Sabina fue uno de mis acompañantes en esos largos años de crecimiento, inocencia y despreocupación. Gocé sus canciones y las sufrí. Me alegraron y me deprimieron. Todos tenemos un soundtrack de vida (arriba este cliché). Sin duda Santa Sabina es parte del mío.
Y hoy esa etapa se cierra. Rita ha muerto, llevándose consigo a la mejor banda mexicana de los 90´s. Pero dejándonos el recuerdo. Esos instantes pixeleados por el tiempo en el sampler de la memoria. Con su soundtrack (aquí, de nuevo) excepcional, y el sabor arcilloso que deja el paso del tiempo, como la plena certeza, como el preludio perfecto a eso que también a nosotros nos va a pasar.
Ya tienes las alas... vuela princesa, allá te alcanzamos.