Qué espléndida parece la inmensidad desde mi azotea
con sus torres endemoniadas, erectas como falos de diamante
que penetran el limo profundo de las nubes de plomo;
qué altivos están los montes malsanos, centinelas de la ciudad,
que blanden en lo profundo de sí lanzas ardientes de roca fundida.
Hay algunos muros de asbesto que continúan en pie,
vestigios cancerígenos de un pasado que sigue presente;
parvadas de palomas negras flotan en el silencio
cadencioso del éter hidrocarbúrico, ajenas a los ruidos motorizados
de las industrias y a los metales chocantes de la maquinaria civilizada.
A lo lejos se retuerce la bandera de mi patria, estertórea, ante la magnificencia gris de sus dominios.